@dolmi2010
me ha enviado un twitte interesante:
@ciudadanoNick
Me
interesa mucho tu opinión al respecto
http://politica.elpais.com/politica/2012/09/08/actualidad/1347129185_745267.html …
El
enlace me lleva a un artículo excelente firmado por César Molinas,
propio o lógico de la época actual que vivimos. Merece la pena
leer, un texto sobresaliente, tanto que he decidido puntualizar mi
opinión. Para ello me he permitido colocar entre el texto original
paréntesis rojos con los puntos concisos que, sobre este excepcional
artículo, enumeraré a continuación. También he resaltado a color
las frases claves (para mí) de la estructura del artículo, que al
final del post ofreceré tal y como lo estudié o coloreé. Ahora los
diez puntos claves que observo sobre este artículo, con comentarios
en algunos de ellos, y un pequeño comentario o conclusión final.
(1)
Urgente de
cambiar nuestro sistema electoral
para adoptar un sistema mayoritario.
(Mi
primer comentario u opinión es anotar en primer lugar algo que
aparece al final: “César
Molinas publicará
en 2013 un libro titulado “¿Qué hacer con España?”. Este
artículo corresponde a uno de sus capítulos“.
Por lo tanto además de ser un artículo muy interesante es también
una manera de promocionar un libro que versará sobre mejorar la
democracia en España.)
(2)
La
teoría se
refiere al comportamiento de
un colectivo.
(El
colectivo es la clase política española, no la ciudadanía
española.)
(3)
(Preguntas
claves)
(4)
cambiar nuestro sistema electoral proporcional
por uno mayoritario, del tipo first-past-the-post, como medio de
cambiar nuestra clase política.
(“First-past-the-post”
es un
sufragio directo (o escrutinio uninominal mayoritario) de
votaciones en que el votante solo puede votar por un solo candidato,
y el ganador de la elección es el candidato que representa la
pluralidad de los votantes,
(5)
El sistema electoral proporcional, con listas
cerradas y bloqueadas, ha creado una clase política profesional muy
distinta de la que protagonizó la Transición.
(6)
los políticos colocaron en las nuevas
administraciones y organismos a deudos, familiares, nepotes y
camaradas, lo que llevó a una estructura
clientelar y politizada de las administraciones territoriales que era
inimaginable cuando se diseñó la Constitución. A
partir de una Administración hipertrofiada, la nueva clase política
se había asegurado un sistema de captura
de rentas -es decir un sistema que no
crea riqueza nueva, sino que se apodera de la ya creada por otros-
(7)
Hay una crisis económica y financiera global,
pero eso no explica seis millones de parados, un sistema financiero
parcialmente quebrado y un sector público que no puede hacer frente
a sus compromisos de pago.
(8)
en España se tendría que cambiar de sistema
con el objetivo de conseguir una clase política más funcional.
(9)
el rasgo relevante de un sistema mayoritario es
que el electorado tiene poder de decisión.
(10)
Un sistema mayoritario no
es bálsamo de Fierabrás que cure al instante cualquier herida. Pero
es muy probable que generase
una clase política diferente.
En
definitiva el artículo propone una teoría para una reforma en la
estructura del Estado democrático español, utilizando un sistema
mayoritario, y para llevarlo a cabo necesita técnicos políticos.
Personalmente pienso que si hemos de vivir en democracia
representativa, que sea de la mejor manera posible. Pero... no hemos
de olvidar que la Historia muestra dos tipos principales de
Democracia, la Directa y la Representativa. Este artículo se
mantiene en la estructura representativa, aunque la reforme en parte.
Es decir, el sujeto a recibir el poder democrático (y en el caso de
este artículo estudiado, el colectivo atendido) es el Representante,
sin embargo en la democracia Directa el sujeto clave de la democracia
es el Ciudadano. Por ello pienso y opino que la alternativa a esta
democracia representativa, radical y de “captura de rentas”, no
sólo sería una democracia representativa más “suave” y
certera, como presenta este artículo estudiado. También lo que
llamo la “Democracia Mixta”. Porque hasta ahora ambos
modelos no sólo han sido teorizados, también ensayados y
practicados, democracia directa y democracia representativa, por lo
tanto pueden ser mezclados en dosis adecuada. Estamos pues ante el
Ciudadano frente al Representante, a ver quién pesa más.
Estas
crisis de efecto dominó: crisis financiera, laboral, política,
económica, social, civil, humanitaria, etcétera, ha dejado a la luz
los pobres cimientos que utiliza el Ciudadano respecto a su
responsabilidad como titular del orden civilizado. El Ciudadano se ha
confiado y se la han colado, ahora su bienestar está seriamente
amenazado. Y si nadie da la cara para responder como responsables, la
responsabilidad recae automática y directamente en el Ciudadano. Y
la actualidad, con los tremendos hechos padecidos, aconseja una
ciudadanía general responsable y más culta en las artes
democráticas. Hay que enriquecer al Ciudadano, sobre todo, antes que
al Representante. Por ello creo, y he escrito al respecto, que es
hacia la formación de personalidades colectivas e inteligentes de
las ciudadanías democráticas donde pide ir la evolución de la
Democracia. O así lo veo yo, veo un individuo libre, bien
equilibrado entre sus colectivos civilizados, capaz de mostrar
personalidad y cultura democrática tanto en lo individual como en lo
colectivo (y saber cómo). Por ello me parece bien enriquecer la
calidad del Representante, pero me parece mucho mejor enriquecer la
calidad del Ciudadano.
A
continuación el artículo estudiado:
.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,.,
Una teoría
de la clase política española
http://politica.elpais.com/politica/2012/09/08/actualidad/1347129185_745267.html
En este
artículo propongo una teoría de la clase política española para
argumentar la necesidad imperiosa y urgente
de cambiar nuestro sistema electoral para
adoptar un sistema mayoritario (1).
La teoría se refiere al comportamiento
de un colectivo (2) y, por
tanto, no admite interpretaciones en términos de comportamientos
individuales. ¿Por qué una teoría? Por dos razones. En primer
lugar porque una teoría, si es buena, permite conectar sucesos
aparentemente inconexos y explicar sucesos aparentemente
inexplicables. Es decir, dar sentido a cosas
que antes no lo tenían. Y, en segundo lugar, porque de una
buena teoría pueden extraerse predicciones
útiles sobre lo que ocurrirá en el futuro. Empezando por lo
primero, una buena teoría de la clase política española debería
explicar, por lo menos, los siguientes puntos: (3)
1.
¿Cómo es posible que, tras cinco años de iniciada la crisis,
ningún partido político tenga un diagnóstico coherente de lo que
le está pasando a España?
2.
¿Cómo es posible que ningún partido político tenga una estrategia
o un plan a largo plazo creíble para sacar a España de la crisis?
¿Cómo es posible que la clase política española parezca
genéticamente incapaz de planificar?
3.
¿Cómo es posible que la clase política española sea incapaz de
ser ejemplar? ¿Cómo es posible que nadie-salvo el Rey y por motivos
propios- haya pedido disculpas?
4.
¿Cómo es posible que la estrategia de futuro más obvia para España
-la mejora de la educación, el fomento de la innovación, el
desarrollo y el emprendimiento y el apoyo a la investigación- sea no
ya ignorada, sino masacrada con recortes por los partidos políticos
mayoritarios?
En lo que
sigue, argumento que la clase política
española ha desarrollado en las últimas décadas un interés
particular, sostenido por un sistema de captura de rentas, que
se sitúa por encima del interés general de la nación. En este
sentido forma una élite extractiva, según la terminología
popularizada por Acemoglu y Robinson. Los políticos españoles son
los principales responsables de la burbuja inmobiliaria, del colapso
de las cajas de ahorro, de la burbuja de las energías renovables y
de la burbuja de las infraestructuras innecesarias. Estos procesos
han llevado a España a los rescates europeos, resistidos de forma
numantina por nuestra clase política porque obligan a hacer reformas
que erosionan su interés particular. Una reforma legal que
implantase un
sistema electoral mayoritario
provocaría que los cargos electos fuesen responsables
ante sus votantes en vez de serlo ante la cúpula de su partido,
daría un vuelco muy positivo a la democracia española y facilitaría
el proceso de reforma estructural. Empezaré haciendo una breve
historia de nuestra clase política. A continuación la caracterizaré
como una generadora compulsiva de burbujas. En tercer lugar
explicitaré una teoría de la clase política española. En cuarto
lugar usaré esta teoría para predecir que nuestros políticos
pueden preferir salir del euro antes que hacer las reformas
necesarias para permanecer en él. Por último propondré cambiar
nuestro sistema electoral proporcional por uno mayoritario, del tipo
first-past-the-post, como medio de cambiar nuestra clase política.
(4)
La
historia
Los
políticos de la Transición
tenían procedencias muy diversas: unos venían del franquismo, otros
del exilio y otros estaban en la oposición ilegal del interior. No
tenían ni espíritu de gremio ni un interés particular como
colectivo. Muchos de ellos no se veían a sí mismos como políticos
profesionales y, de hecho, muchos no lo fueron nunca. Estos políticos
tomaron dos decisiones trascendentales
que dieron forma a la clase política que les sucedió. La
primera fue adoptar un sistema electoral
proporcional corregido, con listas electorales cerradas y bloqueadas.
El objetivo era consolidar el sistema de partidos políticos
fortaleciendo el poder interno de sus dirigentes, algo que entonces,
en el marco de una democracia incipiente y dubitativa, parecía
razonable. La segunda decisión, cuyo éxito se condicionaba al de la
primera, fue descentralizar fuertemente el
Estado, adoptando la versión café para todos del Estado
de las autonomías. Los peligros de una descentralización excesiva,
que eran evidentes, se debían conjurar a partir del papel
vertebrador que tendrían los grandes partidos políticos nacionales,
cohesionados por el fuerte poder de sus cúpulas. El plan, por aquel
entonces, parecía sensato.
Pero, tal y
como le ocurrió al Dr. Frankenstein, lo que
creó al monstruo no fue el plan, que no era malo, sino su
implementación. Por una serie de infortunios, a la
criatura de Frankenstein se le acabó implantando el cerebro
equivocado. Por una serie de imponderables, a la joven democracia
española se le acabó implantando una clase política profesional
que rápidamente devino disfuncional y monstruosa. Matt Taibbi, en su
célebre artículo de 2009 en Rolling Stone sobre Goldman Sachs “La
gran máquina americana de hacer burbujas” comparaba al banco de
inversión con un gran calamar vampiro abrazado a la cara de la
humanidad que va creando una burbuja tras otra para succionar de
ellas todo el dinero posible. Más adelante propondré un símil
parecido para la actual clase política española, pero antes
conviene analizar cuáles han sido los cuatro imponderables que han
acabado generando a nuestro monstruo.
En
primer lugar, el sistema electoral
proporcional, con listas cerradas y bloqueadas, ha creado una clase
política profesional muy distinta de la que protagonizó la
Transición (5). Desde
hace ya tiempo, los cachorros de las
juventudes de los diversos partidos políticos acceden a las listas
electorales y a otras prebendas por el exclusivo mérito de fidelidad
a las cúpulas. Este sistema ha terminado por convertir a
los partidos en estancias cerradas llenas de gente en las que, a
pesar de lo cargado de la atmósfera, nadie se atreve a abrir las
ventanas. No pasa el aire, no fluyen las ideas, y casi nadie en la
habitación tiene un conocimiento personal directo de la sociedad
civil o de la economía real. La política y sus aledaños se han
convertido en un modus vivendi que alterna cargos oficiales con
enchufes en empresas, fundaciones y organismos públicos y, también,
con canonjías en empresas privadas
reguladas que dependen del BOE para prosperar.
En segundo
lugar, la descentralización del Estado, que comenzó a principios de
los 80, fue mucho más allá de lo que era imaginable cuando se
aprobó la Constitución. Como señala Enric Juliana en su reciente
libro Modesta España, el Estado de las autonomías inicialmente
previsto, que presumía una descentralización controlada de “arriba
a abajo”, se vio rápidamente desbordado por un movimiento de
“abajo a arriba” liderado por élites locales que, al grito de
“¡no vamos a ser menos!”, acabó imponiendo la versión de café
para todos del Estado autonómico. ¿Quiénes eran y qué querían
estas élites locales? A pesar de ser muy lampedusiano, Juliana se
limita a señalar a “un democratismo pequeñoburgués que surge
desde abajo”. Eso es, sin duda, verdad. Pero, adicionalmente, es
fácil imaginar que los beneficiarios de los sistemas clientelares y
caciquiles implantados en la España de provincias desde 1833,
miraban al nuevo régimen democrático con preocupación e
incertidumbre, lo que les pudo llevar, en muchos casos, a apuntarse a
“cambiarlo todo para que todo siga igual” y a ponerse en cabeza
de la manifestación descentralizadora. Como resultante de estas
fuerzas, se produjo un crecimiento vertiginoso de las
Administraciones Públicas: 17 administraciones y gobiernos
autonómicos, 17 parlamentos y miles
-literalmente miles- de nuevas empresas y organismos públicos
territoriales cuyo objetivo último en muchos casos, era generar
nóminas y dietas. En ausencia de procedimientos
establecidos para seleccionar plantillas, los políticos colocaron en
las nuevas administraciones y organismos a deudos, familiares,
nepotes y camaradas, lo que llevó a una estructura
clientelar y politizada de las administraciones territoriales que era
inimaginable cuando se diseñó la Constitución. A partir de
una Administración hipertrofiada, la nueva clase política se había
asegurado un sistema de captura de rentas
(6) -es decir un sistema que no
crea riqueza nueva, sino que se apodera de la ya creada por otros-
por cuyas alcantarillas circulaba la financiación de los partidos.
En tercer
lugar, llegó la gran sorpresa. El poder dentro de los partidos
políticos se descentralizó a un ritmo todavía más rápido que las
Administraciones Públicas. La idea de que la España autonómica
podía ser vertebrada por los dos grandes partidos mayoritarios saltó
hecha añicos cuando los llamados barones territoriales adquirieron
bases de poder de “abajo a arriba” y se convirtieron, en la mejor
tradición del conde de Warwick, en los hacedores de reyes de sus
respectivos partidos. En este imprevisto contexto, se
aceleró la descentralización del control y la supervisión de las
Cajas de Ahorro. Las comunidades autónomas se apresuraron a
aprobar sus propias leyes de Cajas y, una vez asegurado su control,
poblaron los consejos de administración y cargos directivos con
políticos, sindicalistas, amigos y compinches. Por si esto fuera
poco, las Cajas tuteladas por los gobiernos autonómicos hicieron
proliferar empresas, organismos y fundaciones filiales, en muchas
ocasiones sin objetivos claros aparte del de generar más dietas y
más nóminas.
Y en cuarto
lugar, aunque la lista podría prolongarse, la
clase política española se ha dedicado a colonizar ámbitos que no
son propios de la política como, por ejemplo y sin ánimo de
ser exhaustivo, el Tribunal Constitucional, el Consejo General del
Poder Judicial, el Banco de España, la CNMV, los reguladores
sectoriales de energía y telecomunicaciones, la Comisión de la
Competencia… El sistema democrático y el Estado de derecho
necesitan que estos organismos, que son los encargados de aplicar la
Ley, sean independientes. La politización a la que han sido
sometidos ha terminado con su independencia, provocando una profunda
deslegitimación de estas instituciones y un severo deterioro de
nuestro sistema político. Pero es que hay más. Al tiempo que
invadía ámbitos ajenos, la política española abandonaba el ámbito
que le es propio: el Parlamento. El Congreso de los Diputados no es
solo el lugar donde se elaboran las leyes; es también la institución
que debe exigir la rendición de cuentas. Esta función del
Parlamento, esencial en cualquier democracia, ha desaparecido por
completo de la vida política española desde hace muchos años. La
quiebra de Bankia, escenificada en la pantomima grotesca de las
comparecencias parlamentarias del pasado mes de julio, es sólo el
último de una larga serie de casos que el Congreso de los Diputados
ha decidido tratar como si fuesen catástrofes naturales, como un
terremoto, por ejemplo, en el que aunque haya víctimas no hay
responsables. No debería sorprender, desde esta perspectiva, que los
diputados no frecuenten la Carrera de San Jerónimo: hay allí muy
poco que hacer.
Las
burbujas
Los cuatro
procesos descritos en los párrafos anteriores han conformado un
sistema político en el que las instituciones están, en el mal
sentido de la palabra, excesivamente politizadas y en el que nadie
acaba siendo responsable de sus actos porque nunca se exige en serio
rendición de cuentas. Nadie dentro del sistema pone en cuestión los
mecanismos de capturas de rentas que constituyen el interés
particular de la clase política española. Este es el contexto en el
que se desarrollaron no sólo la burbuja inmobiliaria y el saqueo y
quiebra de la gran mayoría de las Cajas de Ahorro, sino también
otras “catástrofes naturales”, otros “actos de Dios”, a cuya
generación tan adictos son nuestros políticos. Porque, como el gran
calamar de Taibbi, la clase política española genera burbujas de
manera compulsiva. Y lo hace no tanto por ignorancia o por
incompetencia como porque en todas ellas captura rentas. Hagamos, sin
pretensión alguna de exhaustividad, un brevísimo repaso de las
principales tropelías impunes de las últimas dos décadas: la
burbuja inmobiliaria, las Cajas de Ahorro, las energías renovables y
las nuevas autopistas de peaje.
La burbuja
inmobiliaria española fue, en términos relativos, la mayor de las
tres que estuvieron en el origen de la actual crisis global, siendo
las otras dos la estadounidense y la irlandesa. No hay duda de que,
como las demás, estuvo alimentada por los bajos tipos de interés y
por los desequilibrios macroeconómicos a escala mundial. Pero, dicho
esto, al contrario de lo que sucede en EE UU, las decisiones sobre
qué se construye y dónde se construye en España se toman en el
ámbito político. Aquí no se puede hablar de pecados por omisión,
de olvido del principio de que los gestores públicos deben gestionar
como diligentes padres de familia. No. En España la clase política
ha inflado la burbuja inmobiliaria por acción directa, no por
omisión ni por olvido. Los planes urbanísticos se fraguan en
complejas y opacas negociaciones de las que, además de nuevas
construcciones, surgen la financiación de los partidos políticos y
numerosas fortunas personales, tanto entre los recalificados como
entre los recalificadores. Por si el poder de los políticos –decidir
el qué y el dónde- no fuese suficiente, la transmisión del control
de las Cajas de Ahorro a las comunidades autónomas añadió a los
dos anteriores el poder de decisión sobre el quién, es decir, el
poder de decisión sobre quién tenía financiación de la Caja de
turno para ponerse a construir. Esto supuso un salto cualitativo en
la capacidad de captura de rentas de la clase política española,
acercándola todavía más a la estrategia del calamar vampiro de
Taibbi. Primero se infla la burbuja, a continuación se capturan
todas las rentas posibles y, por último, a la que la burbuja pincha…
¡ahí queda eso! El panorama, cinco años después del pinchazo de
la burbuja, no puede ser más desolador. La economía española no
crecerá durante muchos años más. Y las Cajas de Ahorro han
desaparecido, la gran mayoría por insolvencia o quiebra técnica.
¡Ahí queda eso!
Las otras
dos burbujas que mencionaré son resultado de la peculiar simbiosis
de nuestra clase política con el “capitalismo castizo”, es
decir, con el capitalismo español que vive del favor del Boletín
Oficial del Estado. En una reunión reciente, un conocido inversor
extranjero lo llamó “relación incestuosa”; otro, nacional,
habló de “colusión contra consumidores y contribuyentes”. Sea
lo que sea, recordemos en primer lugar la burbuja de las energías
renovables. España representa un 2% del PIB mundial y está pagando
el 15% del total global de las primas a las energías renovables.
Este dislate, presentado en su día como una apuesta por situarse en
la vanguardia de la lucha contra el cambio climático, es un
sinsentido que España no se puede permitir. Pero estas primas
generan muchas rentas y prebendas capturadas por la clase política
y, también hay que decirlo, mucho fraude y mucha corrupción a todos
los niveles de la política y de la Administración. Para financiar
las primas, las empresas y familias españolas pagan la electricidad
más cara de Europa, lo que supone una grave merma de competitividad
para nuestra economía. A pesar de esos precios exagerados, y de que
la generación eléctrica tiene un exceso de capacidad de más del
30%, el sistema eléctrico español ostenta un déficit tarifario de
varios miles de millones de euros al año y más de 24.000 millones
de deuda acumulada que nadie sabe cómo pagar. La burbuja de las
renovables ha pinchado y… ¡ahí queda eso!
La última
burbuja que traeré a colación, aunque la lista es más larga
(fútbol, televisiones…), es la formada por las innumerables
infraestructuras innecesarias construidas en las últimas dos décadas
a costes astronómicos para beneficio de constructores y perjuicio de
contribuyentes. Uno de los casos más chirriantes es el de las
autopistas radiales de Madrid, pero hay muchísimos más. Las
radiales, que pretendían descongestionar los accesos a Madrid, se
diseñaron y construyeron haciendo dejación de principios muy
importantes de prudencia y buena administración. Para empezar, se
hicieron unas previsiones temerarias del tráfico que dichas
autopistas iban a tener. En la actualidad el tráfico no supera el
30% de lo previsto. Y no es por la crisis: en los años del boom
tampoco había tráfico. A continuación ¿incomprensiblemente? el
Gobierno permitió que los constructores y los concesionarios fuesen,
esencialmente, los mismos. Esto es un disparate, porque al
disfrazarse los constructores de concesionarios mediante unas
sociedades con muy poco capital y mucha deuda, se facilitaba que
pasara lo que acabó pasando: los constructores cobraron de las
concesionarias por construir las autopistas y, al constatarse que no
había tráfico, amenazaron con dejarlas quebrar. Los principales
acreedores eran ¡oh sorpresa! las Cajas de Ahorro. Los más de 3.000
millones de deuda nadie sabe cómo pagarlos y acabarán recayendo
sobre el contribuyente pero, en cualquier caso, ¡ahí queda eso!
La teoría
Termino aquí
la parte descriptiva de este artículo en la que he resumido unos
pocos “hechos estilizados” que considero representativos del
comportamiento colectivo, no necesariamente individual, y esto es
importante recordarlo, de los políticos españoles. Paso ahora a
formular una teoría de la clase política española como grupo de
interés.
El enunciado
de la teoría es muy simple. La clase política española no sólo se
ha constituido en un grupo de interés particular, como los
controladores aéreos, por poner un ejemplo, sino que ha dado un paso
más, consolidándose como una élite extractiva, en el sentido que
dan a este término Acemoglu y Robinson en su reciente y ya célebre
libro Por qué fracasan las naciones. Una élite extractiva se
caracteriza por:
"Tener
un sistema de captura de rentas que permite, sin crear riqueza nueva,
detraer rentas de la mayoría de la población en beneficio propio".
"Tener
el poder suficiente para impedir un sistema institucional inclusivo,
es decir, un sistema que distribuya el poder político y económico
de manera amplia, que respete el Estado de derecho y las reglas del
mercado libre. Dicho de otro modo, tener el poder suficiente para
condicionar el funcionamiento de una sociedad abierta -en el sentido
de Popper- u optimista -en el sentido de Deutsch".
"Abominar
la 'destrucción creativa', que caracteriza al capitalismo más
dinámico. En palabras de Schumpeter "la destrucción creativa
es la revolución incesante de la estructura económica desde dentro,
continuamente destruyendo lo antiguo y creando lo nuevo". Este
proceso de destrucción creativa es el rasgo esencial del
capitalismo.”Una élite extractiva abomina, además, cualquier
proceso innovador lo suficientemente amplio como para acabar creando
nuevos núcleos de poder económico, social o político".
Con la
navaja de Occam en la mano, si esta sencilla teoría tiene poder
explicativo, será imbatible. ¿Qué tiene que decir sobre las cuatro
preguntas que se le han planteado al principio del artículo? Veamos:
La clase
política española, como élite extractiva, no puede tener un
diagnóstico razonable de la crisis. Han sido sus mecanismos de
captura de rentas los que la han provocado y eso, claro está, no lo
pueden decir. Cierto, hay una crisis
económica y financiera global, pero eso no explica seis millones de
parados, un sistema financiero parcialmente quebrado y un sector
público que no puede hacer frente a sus compromisos de pago (7).
La clase política española tiene que defender, como está haciendo
de manera unánime, que la crisis es un acto de Dios, algo que viene
de fuera, imprevisible por naturaleza y ante lo cual sólo cabe la
resignación.
La clase
política española, como élite extractiva, no puede tener otra
estrategia de salida de la crisis distinta a la de esperar que
escampe la tormenta. Cualquier plan a largo plazo, para ser creíble,
tiene que incluir el desmantelamiento, por lo menos en parte, de los
mecanismos de captura de rentas de los que se beneficia. Y eso, por
supuesto, no se plantea.
¿Pidieron
perdón los controladores aéreos por sus desmanes? No, porque
consideran que defendían su interés particular. ¿Alguien ha oído
alguna disculpa de algún político por la situación en la que está
España? No, ni la oirá, por la misma razón que los controladores.
¿Cómo es que, como medida ejemplarizante, no se ha planteado en
serio la abolición del Senado, de las diputaciones, la reducción
del número de ayuntamientos…? Pues porque, caídas las Cajas de
Ahorro -y ante las dificultades presentes para generar nuevas
burbujas- la defensa de las rentas capturadas restantes se lleva a
ultranza.
Tal y como
establece la teoría de las élites
extractivas, los partidos políticos españoles comparten
un gran desprecio por la educación, una fuerte animadversión por la
innovación y el emprendimiento y una hostilidad total hacia la
ciencia y la investigación. De la educación sólo parece
interesarles el adoctrinamiento: las estridentes peleas sobre la
Educación para la Ciudadanía contrastan con el silencio espeso que
envuelve las cuestiones verdaderamente relevantes como, por ejemplo,
el elevadísimo fracaso escolar o los lamentables resultados en los
informes PISA. La innovación y el emprendimiento languidecen en el
marco de regulaciones disuasorias y fiscalidades punitivas sin que
ningún partido se tome en serio la necesidad de cambiarlas. Y el
gasto en investigación científica, concebido como suntuario de
manera casi unánime, se ha recortado con especial saña sin que ni
un solo político relevante haya protestado por un disparate que
compromete más que ningún otro el futuro de los españoles.
La teoría
de las élites extractivas, por lo visto hasta aquí, parece dar
sentido a bastantes rasgos llamativos del comportamiento de la clase
política española. Veamos qué nos dice sobre el futuro.
La
predicción
La crisis ha
acentuado el conflicto entre el interés particular de la clase
política española y el interés general de España. Las reformas
necesarias para permanecer en el euro chocan frontalmente con los
mecanismos de captura de rentas que sostienen dicho interés
particular. Por una parte, la estabilidad presupuestaria va a
requerir una reducción estructural del gasto de las Administraciones
públicas superior a los 50 millardos de euros, un 5% del PIB. Esto
no puede conseguirse con más recortes coyunturales: hacen falta
reformas en profundidad que, de momento, están inéditas. Se tiene
que reducir drásticamente el sector público empresarial, esa zona
gris entre la Administración y el sector privado, que, con sus
muchos miles de empresas, organismos y fundaciones, constituye una de
las principales fuentes de rentas capturadas por la clase política.
Por otra parte, para volver a crecer, la economía española tiene
que ganar competitividad. Para eso hacen falta muchas más reformas
para abrir más sectores a la competencia, especialmente en el
mencionado sector público empresarial y en sectores regulados. Esto
debería hacer más difícil seguir creando burbujas en la economía
española.
La infinita
desgana con la que nuestra clase política está abordando el proceso
reformista ilustra bien que, colectivamente al menos, barrunta las
consecuencias que las reformas pueden tener sobre su interés
particular. La única reforma llevada a término por iniciativa
propia, la del mercado de trabajo, no afecta directamente a los
mecanismos de captura de rentas. Las que sí lo hacen, exigidas por
la UE como, por ejemplo, la consolidación fiscal, no se han
aplicado. Deliberadamente, el Gobierno confunde reformas con recortes
y subidas de impuestos y ofrece los segundos en vez de las primeras,
con la esperanza de que la tempestad amaine por sí misma y, al
final, no haya que cambiar nada esencial. Como eso no va a ocurrir,
en algún momento la clase política española se tendrá que
plantear el dilema de aplicar las reformas en serio o abandonar el
euro. Y esto, creo yo, ocurrirá más pronto que tarde.
La teoría
de las élites extractivas predice que el interés particular tenderá
a prevalecer sobre el interés general. Yo veo probable que en los
dos partidos mayoritarios españoles crezca muy deprisa el
sentimiento “pro peseta”. De hecho, ya hay en ambos partidos
cabezas de fila visibles de esta corriente. La confusión inducida
entre recortes y reformas tiene la consecuencia perversa de que la
población no percibe las ventajas a largo plazo de las reformas y sí
experimenta el dolor a corto plazo de los recortes que,
invariablemente, se presentan como una imposición extranjera. De
este modo se crea el caldo de cultivo necesario para, cuando las
circunstancias sean propicias, presentar una salida del euro como una
defensa de la soberanía nacional ante la agresión exterior que
impone recortes insufribles al Estado de bienestar. También, por
poner un ejemplo, los controladores aéreos presentaban la defensa de
su interés particular como una defensa de la seguridad del tráfico
aéreo. La situación actual recuerda mucho a lo ocurrido hace casi
dos siglos cuando, en 1814, Fernando VII – El Deseado- aplastó la
posibilidad de modernización de España surgida de la Constitución
de 1812 mientras el pueblo español le jaleaba al grito de ¡vivan
las “caenas”! Por supuesto que al Deseado actual –llámese
Mariano, Alfredo u otra cosa- habría que jalearle incorporando la
vigente sensibilidad autonómica, utilizando gritos del tipo ¡viva
Gürtel! ¡vivan los ERE de Andalucía! ¡visca el Palau de la Música
Catalana! Pero, en cualquier caso, las diferencias serían más de
forma que de fondo.
Una salida
del euro, tanto si es por iniciativa propia como si es porque los
países del norte se hartan de convivir con los del sur, sería
desastrosa para España. Implicaría, como acertadamente señalaron
Jesús Fernández-Villaverde, Luis Garicano y Tano Santos en EL PAÍS
el pasado mes de junio, no sólo una vuelta a la España de los 50 en
lo económico, sino un retorno al caciquismo y a la corrupción en lo
político y en lo social que llevaría a fechas muy anteriores y que
superaría con mucho a la situación actual, que ya es muy mala. El
calamar vampiro, reducido a chipirón, sería cabeza de ratón en vez
de cola de león, pero eso nuestra clase política lo ve como un mal
menor frente a la alternativa del harakiri que suponen las reformas.
Los liberales, como en 1814, serían masacrados –de hecho, en los
dos partidos mayoritarios, ya se observan movimientos en esa
dirección.
El peligro
de que todo esto acabe ocurriendo en un plazo relativamente corto es,
en mi opinión, muy significativo. ¿Se puede hacer algo por
evitarlo? Lamentablemente, no mucho, aparte de seguir publicando
artículos como éste. Como muestran todos los sondeos, el
desprestigio de la clase política española es inmenso, pero no
tiene alternativa a corto plazo. A más largo plazo, como explico a
continuación, sí la tiene.
Cambiar
el sistema electoral
La clase
política española, como hemos visto en este artículo, es producto
de varios factores entre los que destaca el sistema electoral
proporcional, con listas cerradas y bloqueadas confeccionadas por las
cúpulas de los partidos políticos. Este sistema da un poder inmenso
a los dirigentes de los partidos y ha acabado produciendo una clase
política disfuncional. No existe un sistema electoral perfecto
-todos tienen ventajas e inconvenientes- pero, por todo lo expuesto
hasta aquí, en España se tendría que cambiar
de sistema con el objetivo de conseguir una clase política más
funcional (8). Los
sistemas mayoritarios producen cargos electos que responden ante sus
electores, en vez de hacerlo de manera exclusiva ante sus dirigentes
partidarios. Como consecuencia, las cúpulas de los partidos tienen
menos poder que las que surgen de un sistema proporcional y la
representatividad que dan de las urnas está menos mediatizada. Hasta
aquí todo son ventajas. También hay inconvenientes. Un sistema
proporcional acaba dando escaños a partidos minoritarios que podrían
no obtener ninguno con un sistema mayoritario. Esto perjudicaría a
partidos minoritarios de base estatal, pero beneficiaría a partidos
minoritarios de base regional. En cualquier caso, el
rasgo relevante de un sistema mayoritario es que el electorado tiene
poder de decisión (9) no
solo sobre los partidos sino también sobre las personas que salen
elegidas y eso, en España, es ahora una necesidad perentoria que
compensa con creces los inconvenientes que el sistema pueda tener.
Un
sistema mayoritario no es bálsamo de Fierabrás que cure al
instante cualquier herida. Pero es muy probable
que generase una clase política diferente (10),
más adecuada a las necesidades de España. En Italia es inminente
una propuesta de ley para cambiar el actual sistema proporcional por
uno mayoritario corregido: dos tercios de los escaños se votarían
en colegios uninominales y el tercio restante en listas cerradas en
las que los escaños se distribuirían proporcionalmente a los votos
obtenidos. Parece ser que el Gobierno “técnico” de Monti ha
llegado a conclusiones similares a las que defiendo yo aquí: sin
cambiar a una clase política disfuncional no puede abordarse un
programa reformista ambicioso. Y es que, como le oí decir una vez a
Carlos Solchaga, un “técnico” es un político que, además, sabe
de algo. ¿Para cuándo una reforma electoral en España? ¿Habrá
que esperar a que lleguen los “técnicos”?
César
Molinas publicará en 2013 un libro titulado “¿Qué hacer con
España?”. Este artículo corresponde a uno de sus capítulos.
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